domingo, 15 de mayo de 2011

I

El repugnante olor a cigarro inundaba la habitación del hotel, impregnado en cada centímetro de tejido. Las cortinas, las mantas, la alfombra, la almohada... todo apestaba horriblemente a tabaco; el humo parecía nublar mi vista. La cama estaba deshecha y las sábanas se revolvían entre mis piernas. Tenían vida propia. Medité la razón por la que el suelo estaba pegajoso; al lado de la mesilla se hallaba el causante de tanta untuosidad: una botella de whisky derramaba su contenido, empapando la alfombra.

- ¿Te sentirías mejor si te dijese que lo siento?

Su voz suave y melódica agujereó mis oídos como un taladro. De repente me entraron unas ganas irrefrenables de escupirle a la cara. La fragancia a cigarrillo la acompañaba a donde quiera que fuese, y en ese momento me provocaba náuseas.

- Lo siento.

El chasquido del mechero y el posterior hedor a Malboro rancio hicieron que se me revolviera aún más el estómago. El humo me golpeó la nuca con delicadeza agitándome el cabello, lo que me enfureció aún más.

- Al menos podrías no fumarme en la cara.
- Para eso tendrías que estar mirándome al menos.

Necesitaba girarme y verla una vez más, decirle que la odiaba y explicarle que tenía mil y una razones para hacerlo. Pero una vez más su perfume de alcohol y tabaco me embriagó y nubló mis pensamientos como si de un hechizo se tratase. Preferí no volverme y ocultar mis ojos de su mirada.

- ¿No piensas decir nada?

¿Para qué? Aborrecía la facilidad que tenía ella para quitarle importancia a las cosas. Podría gritarle que se fuera de allí, que no me volviese a llamar, que no me volviese a ver; esconderme y pedirle que no me buscase... pero eso iría en contra de mis caprichos. Necesitaba que desapareciera y que no regresara, necesitaba olvidarme de su detestable aroma; pero no era eso lo que quería. Deseaba que se quedara. Quería tener unos segundos más para olerla. Un par de razones más para odiarla. Quería unos días más para maldecir su compañía.

- Te espero abajo.

Por alguna extraña razón nunca podría rechazarla.

No tardé en acudir a su llamada tras el portazo, abandonando la habitación tal y como ella la había dejado, con su peculiar perfume adherido a las paredes. No tenía ni idea de por qué no me marchaba, de por qué continuaba siguiéndola como su esclavo. Sentía como si su colonia fuese una férrea correa atada a mi cuello, con un candado cuya llave yacía en el fondo del océano más profundo del planeta. Quizás nunca podría liberarme. Ojalá algún día consiguiera escapar de su encanto.

Bajé los escalones lentamente, pero, ¿qué pretendía? ¿Acaso esperaba que ella se preocupase? Aún conservaba la esperanza de que quizás, solo quizás, pudiera echarme de menos durante unos instantes. No fue así. Nunca lo era. Me sentí ridículo y terminé cruzando lo que me quedaba de camino a una velocidad normal.

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