miércoles, 25 de mayo de 2011

Malvenido a mi país (parte 2)

Lo último que supe es que me encontraba luchando ante el frío de la noche. Junto al viento helado, el miedo invadía mi corazón con cada paso que daba. Me era imposible evitar escudriñar cada centímetro de calle que me rodeaba, temiendo que alguna sombra amenazante se abalanzase sobre mí de un momento a otro. Apresuré el paso, observando la cómo la paz reinaba aquella noche en la ciudad. Recordaba cómo, hacía años, las calles nocturnas estaban abarrotadas de criminales, drogadictos e indigentes preparados para pelearse con cualquiera que invadiese el metro cuadrado de esquina que consideraban suyo. En ese momento, la ciudad entera aprovechaba la noche para dormir, pues el día lo convertían en una constante lucha contra el Partido Radical. Las balas volaban de un lado a otro de las calles, y las barricadas seccionaban la ciudad en barrios cuyo suministro de agua y alimentos era cada vez menor. Aquella era una lucha que esperaba que tuviera un final feliz. Un final feliz y diligente, pues mi vida no podría aguantar mucho más tiempo sin la protección de un hogar, de unas llaves, de una puerta blindada.

 

De lo que estaba segura es que no podría pasar la noche en la calle, ni mucho menos esperar dormir en un banco y despertarme con vida al día siguiente. Otra cosa que había sacado en claro: las lágrimas lo único que hacían era nublarme la vista. Detuve mis pasos en una de las pocas esquinas tenuemente iluminadas, y saqué un pañuelo con el que secarme el rostro. Como si de una revelación se tratase, mi vista se detuvo en un cartel luminoso que anunciaba la presencia de un hostal a buen precio. Con la imagen de una holgada cama en mi mente, me acerqué a la luz que representaba entonces toda la esperanza que me quedaba.

En cuanto se abrió la puerta del recibidor, el recepcionista alzó la vista para echarme una mirada de reprobación ante mi desagradable aspecto. Agradecí que no hiciera ningún comentario al respecto, y tan solo se limitó a alquilarme una de las habitaciones libres. En cuanto me entregó la llave, me apresuré a subir las escaleras, huyendo de las miradas de aquellos que pudieran entrar en ese momento al hotel. No fue hasta entonces que advertí la horrible suciedad que había quedado impregnada en cada centímetro de los pasillos. La moqueta estaba adornada con interminables manchas de una mezcla de sustancias pegajosas, y el color mohoso que sustentaba no parecía ser su color original. Mientras intentaba no tocar nada más que lo estrictamente necesario, introduje la llave en su cerradura, no sin antes volver la cabeza para asegurarme de que estaba sola.

Cerré la puerta a mis espaldas y me tomé un minuto para examinar la habitación con la mirada. Con los pies clavados en la entrada, me horroricé al ver que su estado no era mucho mejor que el del resto del hostal, y mi reacción fue aún peor cuando descubrí que la cama ni siquiera estaba hecha. Tras dejar mi mochila encima de la mesita de noche, revolví los armarios hasta encontrar lo más parecido a una sábana que podía haber, la coloqué encima de la cama, y me eché a dormir. Por muy agotada que estuviera, nunca podría evitar las pesadillas que me acosaban todas las noches, y siempre era un alivio oír el despertador, que me salvaba de todo aquel terror; al menos hasta que me daba cuenta de que la realidad en la que vivía era aún peor que el sueño.

Después de una ducha rápida, salí de la habitación con la mochila a cuestas, dejé las llaves en recepción, y recorrí el largo camino que me esperaba hasta llegar al trabajo. No había que estar muy atenta para saber que mis días en el colegio se estaban acabando: ya no solo me había quedado sin amigos, sino que los compañeros ni siquiera me dirigían la palabra. Mis propios alumnos me dirigían miradas llenas de una sincera aflicción, y lo único que me quedaba en la vida era enseñarles a defender sus propios ideales, a luchar por la libertad, a defender todo aquello por lo que vale la pena enfrentarse a un poder superior, todo aquello por lo que yo me encontraba en aquella alarmante situación. Sabía que no duraría mucho más tiempo en la ciudad, y aprovechaba mis últimas clases para dejarles claro que nadie debía imponerles nada por la fuerza, y que ellos tenían derechos por los que luchar.

A pesar de todo, no podía controlar el temblor que denotaba mi voz cada vez que hablaba de las consecuencias de todo aquello. No paraba de afirmar que toda esa tortura valía la pena con tal de saber que dejaba a mis espaldas un mundo mejor que el que me había encontrado, pero mi corazón chillaba más alto que nunca, recordando a mi madre, a mi marido y a mi hijo, y arrepintiéndose del momento en el que decidí rebelarme contra la dictadura. No creía de verdad en mis palabras, pero esperaba que si todos siguieran mi ejemplo, aquel país podría cambiar. Y por mi bien, ya podía cambiar cuanto antes.

Pero no fue hasta el día siguiente cuando mi corazón se calmó; la niebla se disipó hasta que las dudas dieron paso a la absoluta seguridad. La campana había anunciado una vez más el final de la clase, y nuevamente me había salvado de estallar en lágrimas en medio de clase. Mientras revolvía el bolso para sacar el paquete de pañuelos, advertí la presencia de uno de mis alumnos, que continuaba sentado en su pupitre con la vista clavada en cada una de mis acciones. En cuanto se aseguró de que nos habíamos quedado solos, cerró la puerta de clase y se acercó a mí. Me avergoncé al no acordarme ni siquiera de su nombre, pero, en aquel momento, lo único que captaba mi atención era el brillo cetrino que desprendían sus ojos.

- Sé que no debería estar hablando contigo, o por lo menos es eso lo que nos recomendaron- murmuró con un hilo de voz.

Por alguna razón, tal afirmación no me sorprendió en absoluto.

- Pero solo quería darte las gracias por todo lo que estás haciendo por nosotros.

Sin esperar respuesta, el joven abandonó la clase, dejándome hundida en un mar de lágrimas del que no escapé en todo el día. Desde el primer momento en que decidí plantarle cara al gobierno, aquel día había sido el único en el que había sentido que de verdad había servido para algo. Entonces decidí que había cumplido mi cometido, y que ese sería mi último día en el colegio. Pero aquel pequeño atisbo de felicidad no podía durar mucho en una vida donde lo único que veía era un horizonte negro en el que no había nada por lo que sentirse contenta.

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