Había llegado a un momento en el que el trayecto del trabajo a casa se había convertido en un camino sin final visible. En cuanto pisaba la calle cada tarde para volver a mi hogar, sentía el miedo apoderándose de cada nervio de mi cuerpo, y una espesa niebla me impedía divisar si aquel día llegaría con vida a mi destino. No podía evitar acelerar el paso cada vez que advertía una sombra acercarse por detrás, y más de una vez había corrido por los sucios callejones de la ciudad con los ojos llenos de lágrimas, aterrorizada por si alguien conseguía seguir mis pasos. Entrar al portal del edificio no suponía una mayor seguridad, pues hacía ya meses que temía subir por el ascensor por miedo a que se desplomase deliberadamente. Mi corazón no se tranquilizaba hasta que percibía la llave entrando en la cerradura y oía el crujido de la puerta, que indicaba que ya había llegado a un lugar seguro. Y aún entonces, cuando me encontraba con mi familia cenando o viendo la tele con mi marido, no podía evitar soltar un respingo ante cada paso, cada voz o cada sonido extraño que provenía de detrás de la puerta.
Aquel día, por primera vez en toda mi vida, me alegré de no encontrarme a nadie en casa. Siempre me había creído una persona valiente, con el coraje suficiente para enfrentarme a cada uno de los problemas que se me presentasen, pero odiaba admitir que entonces el horror había podido conmigo. No podía aceptar que aquella vez tendría que huir del problema si quería conservar mi vida. Cerré la puerta de casa con cautela y dejé mi bolso en el sofá del salón, mientras volvía a contemplar las pocas posibilidades que me quedaban de escapar de la situación que se me presentaba. Recorrí el pasillo del piso con enorme lentitud, sabiendo que lo que me esperaba al final del camino no sería una experiencia grata, y entré a mi cuarto para sentarme frente a mi escritorio y echarle un último vistazo a los papeles que podrían serme útiles.
Casi sin quererlo, mi vista se detuvo en la pila de libros de texto que había utilizado durante mis últimos años de docencia, y me tomé unos minutos para ojear los apuntes que nos había impuesto el Partido Radical tras las últimas elecciones. Recordé las correcciones que había garabateado en sus páginas en su momento, cuando aún estaba orgullosa de enfrentarme a la prohibición de libertad de cátedra que había aprobado el nuevo gobierno. Nunca podría habérseme cruzado por la cabeza lo caro que resultaría mi rebeldía poco más tarde. Aún entonces, con los matones del gobierno pisándome los talones con sus constantes amenazas, me preguntaba si había hecho las cosas como debía. Todo hubiera sido más fácil si me hubiera resignado a explicar el temario que había limitado la dictadura, pero opté por defender los ideales de libertad e igualdad que habían regido mi vida desde mi niñez y enseñar a mis alumnos a pensar por sí mismos, a ser manipulados.
Lamenté no poder evitar que el llanto conquistase mis nervios, y me llevé las manos al rostro para secarme las lágrimas, preguntándome qué era lo que había hecho mal. No podía creer que en una sociedad que había estado siempre basada en unos conceptos de democracia, de repente nos hubieran quemado la Constitución en las narices, y de un momento a otro todos nuestros derechos fueran destrozados. En las calles se respiraba más inseguridad conforme pasaban los días, y la inestabilidad del pueblo se hacía notar en cada esquina; la revolución estaba al caer, pero yo ya sabía que todos los esfuerzos de los ciudadanos por recuperar sus derechos serían inútiles. Toda la sangre derramada no sería nada más que una excusa, quizás una pequeña anécdota que el jefe de Estado contaría en millonarias cenas con sus personas de confianza. Las vidas perdidas no significaban nada. Si en algún momento el gobierno nos había considerado simples números que contribuían en la economía del país, en aquel momento no éramos nadie. No éramos nada. La vida humana había alcanzado un valor muy por debajo que el billete común; ya no existía la dignidad, y cualquiera que intentase defenderla, acabaría encarcelado o muerto.
Entre sollozos, me levanté de la silla y saqué del armario la mochila que utilizaría a partir de entonces en el nuevo camino que me esperaba. Metí el libro de texto, que era la única prueba que me quedaba de que en su momento yo había sido valiente, lo único que me convencía de que todo aquello quizás había merecido la pena. Esperaba que lo poco que me había dado tiempo a enseñar a mis alumnos sobre los derechos humanos sirviera para crear una generación que no pudiera ser manipulada, un pueblo que jamás fuera sometido a las reglas de ningún asesino.
Apoyé la mochila en la cama, que continuaba deshecha desde esa mañana, y me aferré con fuerza a la foto que descansaba en la mesilla de noche. Con las lágrimas nublándome la vista, saqué la fotografía de su marco, y lo volví a dejar donde había permanecido tantos años desde que nos mudamos por primera vez a aquella casa. Las figuras sonrientes de mi marido y mi hijo, que con tan solo tres años era capaz de transmitir la más sincera felicidad, me observaban desde detrás de unos matorrales, en medio de un pequeño parque cerca de casa. La sola idea de separarme de ellos para siempre me desgarraba el corazón, y había llegado a un punto en el que el llanto no me dejaba respirar. Deseé morir asfixiada allí mismo, anhelé como nunca había querido nada antes, que mi vida terminase allí y ahora. La cobardía había ganado la batalla que tanto me había costado librar, y necesitaba huir de ese horrible mundo en el que había quedado sumida en tan poco tiempo.
En las calles de la ciudad se respiraba de forma continua el polvo que levantaban aquellos que huían de la justicia, las balas de plomo se habían convertido en un adorno frecuente en todas las fachadas, y la sangre y las quemaduras completaban la postal que había logrado pintarse en los pocos meses que llevaba el Partido Radical en el gobierno. Pero nada era peor que la ignorancia del pueblo, que continuaba sin querer ver la realidad, con los ojos tapados, aferrándose a su venda, que en aquel momento era lo que les proporcionaba lo más parecido a la felicidad que podrían conseguir en aquel país. La incesante lucha del pueblo a lo largo de la historia por hacer de nuestra nación un hogar basado en la libertad, la igualdad y el respeto había sido pisoteada de manera que pareciera imposible volver a recuperar nuestros derechos.
Metí la foto en la mochila, y continué mi lenta búsqueda de aquello que consideraba imprescindible para mi vida, pero mi cuerpo se detuvo inevitablemente al oír el chasquido de la puerta y la risa incontrolable de mi hijo, que carcajeaba en consonancia con los chistes de mi marido. Me sequé las lágrimas lo mejor que pude y observé mi turbado rostro en el espejo, que lo único que reflejaba era angustia y desesperación. Me apresuré a guardar la mochila en el armario justo antes de que mi marido apareciese sonriente por la puerta, con un aspecto radiante que me hizo olvidar por un momento mi misión de aquella noche. Intenté ocultar mis ojos rojizos en vano, pues de inmediato Cristóbal supo que algo iba mal.
— ¿Qué ocurre? — preguntó, transformando su expresión en un rostro serio y casi sombrío.
Tuve la fuerza suficiente para mantenerme callada, pero no pude evitar prorrumpir en lágrimas otra vez. Sentía cómo mi joven rostro había envejecido en pocas semanas lo mismo que en toda mi vida; las arrugas de terror, angustia y desesperación había conquistado mis facciones, y mi marido se acababa de dar cuenta de ello. Se acercó lentamente, y cuando me quise dar cuenta ya me encontraba envuelta en un abrazo eterno que esperaba que durase para siempre.
—Adela, ¿qué te pasa? — repitió con la voz apagada.
Cristóbal esperó paciente a que terminasen mis sollozos, pero cuando levanté la vista para explicarle que me iría de casa, la enérgica voz de mi hijo interrumpió la conversación.
— ¡Mamá! ¿Dónde está la cena?
Mi marido me acarició la mejilla para tranquilizarme y se marchó para cubrir las necesidades de Israel, momento que aproveché para secarme las lágrimas y recuperar la mochila, donde comencé a reunir una vez más aquello que consideraba importante para mi futuro. Mi marido no tardó el volver, y pronto tuve que enfrentarme al momento más duro que había vivido desde el momento en que nací. Sus ojos reflejaban la mayor preocupación, y los míos mostraban la mayor tristeza que se podía experimentar. Detrás de nuestra conversación podían oírse las risotadas de mi hijo, que reaccionaba ante los gags televisivos, que contrastaban con las lágrimas que brotaban de nuestros ojos.
Cuando terminé de contarle lo ocurrido, Cristóbal me abrazó, rezando para que hubiera alguna otra solución. Yo le aseguré que, tras haberle dado mil vueltas, había llegado a la conclusión de que aquello no tenía más salida que la de abandonarles, pero él se negaba a aceptar la realidad. No podía culparle. Ni siquiera yo estaba muy segura de lo que estaba a punto de hacer. Me nombró a mi madre, me nombró a mis amigos, y le faltó tiempo para nombrar a mi hijo.
— ¿Te crees que nada de eso me importa? —susurré intentando ocultar la histeria de mi voz.
A pesar del enfado, Cristóbal no era capaz de soltarme de entre sus brazos, y ni siquiera la voz de nuestro hijo le hizo reaccionar. Tras un leve forcejeo, conseguí que acudiese a la llamada del pequeño. Aproveché para lavarme la cara y echarle un vistazo a mis ojos enrojecidos y a mi rostro demacrado, antes de volver a retomar la tarea de aquella noche: empaquetar todas las cosas. Esta vez mi marido se apresuró cuanto pudo en volver a nuestra conversación, pero me negué a dar más explicaciones. Mientras continuaba arreglando la mochila, Cristóbal me seguía donde quiera que me dirigiese para murmurarme al oído mil razones por las que debería quedarme.
— ¿¡Pero tú te crees que yo me quiero ir de aquí!? —vociferé. — ¿Piensas que es fácil para mí abandonar mi única razón de vivir para entregarme a los brazos de un destino que ni yo misma conozco? ¿Sabes que me pueden matar ahí fuera? ¡No estoy huyendo! ¡Quiero evitar que nadie más salga perjudicado, ni mucho menos vosotros, que sois lo único que me queda!
Cristóbal se dio media vuelta y se llevó el llanto al salón, dejándose caer en el sillón que, minutos antes, había abandonado mi hijo.
Había decidido apresurarme a terminar mi tarea, y dejé la mochila junto a la puerta antes de entrar a la habitación del pequeño. Mi hijo había caído rendido a los pies de Morfeo, y sus dulces ronquidos aullaban en medio de la noche. Me acerqué con sigilo a darle un último beso en la mejilla, empapando sus sábanas de lágrimas, y volví a despedirme de mi marido.
Con su mirada clavada en el suelo, supe que sobraban las palabras para expresar nuestros sentimientos. En cuanto me puse la chaqueta, Cristóbal se acercó y me abrazó como nunca lo había hecho antes. Sentí como mi cuerpo se secaba entre llantos, y me aparté de él lo antes posible. Un último beso marcó nuestra despedida. Le entregué mis llaves muy lentamente, sabiendo que aquel gesto supondría el fin de mi vida y el comienzo de una nueva cuyas perspectivas no eran ni buenas ni longevas.
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