jueves, 19 de mayo de 2011

II

- Hola
Con frecuencia ella presentía mi llegada incluso antes de verme; el primer día me fascinó, pero aquella costumbre estaba empezando a incomodarme. Cuando me senté a la mesa frente a ella, noté que el camarero me miró de reojo; me pregunté si quizás hubiera tenido algún tipo de relación más íntima con mi chica. No me hubiera extrañado.

- Son las diez de la mañana.
- ¿Y qué?
Siempre sonaba insolente.
- ¿De verdad vas a desayunar una hamburguesa?
- Con patatas.
- Eso tiene que ser malísimo para la salud.
- Como si te importara.
Sí, quizás llevase razón.
Durante unos segundos la contemplé mientras comía su tentempié, desganada y con las cejas permanentemente arqueadas, como si estuviese dudando de la propia existencia de aquella hamburguesa. Entendí que su perfume no era lo único que me embrujaba: su belleza resplandecía como la de ninguna otra mujer. Incluso con el cabello revuelto y el maquillaje extendido por su rostro de una forma asquerosamente desigual, me seguía pareciendo maravillosa. Entreabrí la boca con la intención de entablar una nueva conversación, pero me di cuenta de que hubiera sido inútil. No estábamos hechos para hablar. Mientras yo lo único que hacía era esperar y tamborilear con los dedos, curioseaba el trabajo del camarero, quien de vez en cuando dirigía miradas de recelo. El hombre parecía atareado a pesar de que el local se encontraba vacío.

- ¿Qué piensas hacer hoy?- me dijo con la boca llena de carne grasienta.
- Nada.
- ¿Nada de nada?
- Nada de nada.
- ¿No tienes trabajo?
- Hoy no.
- Vaya...
De nuevo aquel silencio incómodo.
- Podríamos salir por ahí.

Aunque sabía que lo había ofrecido con buena intención, no pude evitar esbozar una mueca de asco. Odiaba cuando pretendía parecer amable. Ella pareció entender mi postura, porque no dijo una palabra más hasta que se terminó el desayuno y dio un último sorbo a su bebida llena de colorantes, aditivos y burbujitas de gas.
- Me voy a dar una vuelta.
No le pregunté donde, ni con quién; ni siquiera me atreví a consultar cuándo volvería, ya que simplemente me daba igual. Me deleité en su figura mientras la mujer abandonaba el restaurante, dejando tras ella una estela de humo de tabaco. Aspiré aquel aroma nauseabundo con resignación, y comí la última patata tostada que quedaba bajo el envoltorio de la hamburguesa antes de ponerme de pie y marcharme tras ella.
Al salir, el sol azotó mi rostro con rabia, pero a pesar de esa agresividad el calor me aportaba una energía bastante reconfortante. Cerré los ojos unos segundos para después contemplar el paisaje que ofrecía la entrada principal de la cafetería. En contraste con las vistas de nuestra habitación del hotel, en ese momento nos encontrábamos ante una carretera que adornaba un paisaje prácticamente desértico. La arena cubría el terreno hasta más allá del horizonte, brillando como diminutos espejos que reflejaban el fulgor del sol.
Abandoné mi breve descanso y aceleré el paso para reanudar la custodia de mi chica. No la estaba acompañando por placer. No estábamos dando un paseo. No habíamos salido para admirar el paisaje. De hecho, solo ella sabía a dónde nos dirigíamos. Yo tan solo la vigilaba, caminaba a su lado para asegurarme de que nada malo le pasase. Hacía años realizaba esa tarea con ahínco, pero últimamente mi paciencia había caído en picado, o quizás mi subconsciente gritaba desesperado que dejase de comportarme como un perrito faldero, que no era su guardaespaldas. ¿O sí? Desde luego era la definición más apropiada para nuestra relación.
- ¿Dónde se supone que vamos?
- Al bar.
Rodeé los ojos y suspiré desganado. Mientras pateaba los restos de gravilla del suelo pensaba en lo mucho que se había estropeado con el paso del tiempo. Sus enormes ojos ya no resplandecían con su peculiar color ámbar, se habían vuelto oscuros, teñidos de negro por el alcohol y las drogas. Ya no sonreía, tan solo hacía muecas extrañas con la boca y pretendía que me las creyese. El bar era su única escapatoria, o eso solía decir. Nunca le pregunté de qué estaba huyendo.

Cuando llegamos a la puerta ella fue la primera en entrar, y se dirigió rápidamente hacia la barra. El camarero sonrió de forma asquerosa, enseñando su media dentadura amarillenta, y le ofreció una copa de aquel veneno que la estaba comiendo por dentro. Deduje, por la forma en que babeaba por ella, que ya se conocían de antes. Deseé que no hubiera mantenido ningún tipo de relación más allá del simple trato hostelero-cliente, porque si la hubiese tocado con su aspecto zarrapastroso de hombre grasiento y sucio me daría asco incluso dirigirle la mirada a ella. Las miradas y las risas falsas que ella le dirigía yo las conocía muy bien; ya la había visto actuando de esa forma varias veces. Eran simplemente sus sorprendentes habilidades teatrales las que hablaban. Ella se divertía de ese modo. Jugaba con la gente, nos utilizaba a todos y luego nos tiraba como a un pañuelo lleno de mocos.

- Perdone, ¿va a tomar algo?

Un camarero bastante menos repulsivo que el que servía en la barra me invitó a consumir algo o a marcharme del local. Le pedí una botella de agua y me senté en una de las viejas mesas de madera que adornaban el local. Observé atentamente a la clientela, que aunque no era abundante era de lo más variada. En lo primero que me fijé fue en dos fornidos hombres que debían de ocupar el doble de espacio que yo, y que resultaban igual de repugnantes que el corpulento camarero que ligaba con mi chica. Tatuajes kilométricos adornaban sus musculosos brazos de una forma sucia y poco artística, tan solo como manera de intentar exhibir su virilidad. En el brazo izquierdo, el típico dragón que echa fuego. En el derecho, el cliché de la mujer en bikini. Habría supuesto que aquello era algún método para ocultar su homosexualidad si no fuese tan evidente que se la comían con los ojos. Incluso en una habitación cargada de denso humo ella era capaz de brillar entre la nube cancerígena y llamar la atención de todo hombre heterosexual.

Tosí un par de veces para arrancar de mis entrañas el vaho proveniente de los cigarrillos que ambientaban el local, mientras la observaba detenidamente. Su estilo descuidado (y casi sucio) alejaba a muchas de las personas que se cruzaban con ella, pero no le arrebataba su fuerte atractivo, que provocaba una congregación de babosos aleteando a su alrededor de vez en cuando.

La poca luz que dejaban pasar las mugrientas ventanas iluminaban las partículas de polvo en el aire igual que lo hacía con la arena. Sentía como cada fracción de aquella mezcla de materiales se metía involuntariamente en mi garganta y me intoxicaba igual que el humo del tabaco. Carraspeé con fuerza e inconscientemente atraje su mirada.

Sus ojos color ámbar se juntaron con los míos de manera escalofriante; intenté descifrarlos pero solo obtuve inexpresión. Me quedé contemplando aquellas estrellas inmortales que jamás dejaban de brillar. Quizás esperaba a que me sonriera, y que dejase de tontear con aquellos hombres para acercarse a mi mesa y obsequiarme con un beso. Me reí ante la absurdez de mi propia idea, terminé de beberme el vaso de agua y me largué de allí.

Fuera el mundo parecía diferente; el sofoco y la asfixia del interior huyeron de mí en el momento en que crucé la puerta, siendo sustituidos por la noble brisa que acariciaba mi pelo. Caminé por la cuneta de la carretera mientras observaba algún coche lejano levantar el polvo de la calzada, dejándolo a merced del viento, que de vez en cuando lo traía hacia mi rostro. Rodeé la cafetería del hotel y me encontré con mi paisaje favorito de la zona. Doblar la esquina era como cruzar a otra dimensión; dejar la aridez del desierto y abrirme al agua cristalina de los océanos. El puerto de la ciudad no era muy amplio, pero albergaba enormes buques industriales y algún que otro pequeño crucero. En la playa el mar parecía oscurecerse, adornado por botellas de Heineken, latas de bebidas cafeinadas y otro tipo de basura. Conforme el agua se iba abriendo al océano, los peces parecían transparentarse entre los átomos de hidrógeno y oxígeno.

Como cada día, decidí sentarme a la orilla del muelle y observar a pescaderos y demás trabajadores mientras realizaban sus tareas. Yo tan solo disfrutaba del paisaje que el infinito horizonte me regalaba, y esperaba a que ella regresase borracha. Lo único que tenía que hacer es evitar que se cayera al mar y regresar con ella al hotel para afrontar una noche más de insomnio y desesperación.

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